Si no conocemos los procesos que nos llevan a creer ciertas cosas, no seremos capaces de evitar creer ciertas cosas que en realidad son ficciones sin fundamento. Son cosas que aprisionan la mente como una soporífera y pesada tela de araña, y no le permiten cobrar altura. Son cosas que si usted las cree pueden llevarlo a la muerte prematura, y no querrá usted morir antes de tiempo, ¿verdad?

Sin un temperamento científico el ciudadano es vulnerable a la tentación de lo mágico, a la seducción de la pasión y a la tiranía del dogmatismo. Demasiada gente muere por fe y mata por dogma.

Es saludable analizar críticamente nuestra visión de mundo, el tejido de creencias que constituye el marco de referencia desde el cual evaluamos nuestro entorno. Es una hiedra espinosa enraizada en nuestra mente, que se adhiere a nuestro ser interceptando la luz, y que necesita de un jardinero que sepa dónde cortar. Ha crecido alimentada por el continuo proceso de educación formal e informal que determina nuestra panera de pensar y actuar.

La imperfección de la ciencia es la clave de su progreso. Sin lugar para nuevas ideas, la ciencia de hoy sería la misma que la ciencia de ayer.

El debate no puede ser sobre si la ciencia es buena o mala, sino más bien al servicio de quién debe estar, aceptando que el conocimiento es patrimonio de la humanidad. El conocimiento obtenido por la ciencia es de un valor ético neutral, pero no así la tecnología, ya que su utilización puede hacerse con fines moralmente acceptables o reprobables.

La ciencia nos ofrece una nueva visión del mundo que ha liberado el espíritu humano, o al menos tiene el potencial de hacerlo. Lo más importante de la ciencia es la ciencia misma, es decir, la forma de proceder que nos ha acercado a un profundo entendimiento de cómo es el mundo.