Después, abrió la alacena y el olor le llenó los ojos, la hizo lagrimear y la garganta se le cargó de líquido amargo; tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar, mientras su estómago se agitaba desesperado. No veía bien, pero no hacía falta: las alacenas estaban llenas de carne podrida sobre la que crecían y se solazaban los gusanos blancos de la descomposición.
-Mariana Enríquez
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